La mujer del espejo

Había planeado esas vacaciones con mucho tiempo de anticipación. El año anterior no había podido tomarse ni siquiera una semana y arrastraba un cansancio de mucho tiempo. Por eso Martina quería un lugar tranquilo, lejos del bullicio de los habituales sitios de veraneo. Un lugar para dormir largas siestas, realizar caminatas y disfrutar de un paisaje completamente diferente.

La opción que le ofrecía la página de Internet de la hostería “El Silencio” le pareció la mejor. Tenía un precio accesible a su economía y estaba atendida por sus propios dueños, lo que aseguraba cierta calidez que no ofrecen los grandes hoteles. Además, se hallaba en un valle apartado, rodeado de montañas nevadas y de un bosque milenario, a varias horas de la ciudad y a orillas de un lago mágicamente azul. Al menos eso es lo que Martina pudo apreciar a través de las fotos, que la tentaron tanto como para contratar los servicios de inmediato, incluyendo el alojamiento, el pasaje en avión y el transporte terrestre desde el aeropuerto hasta la hostería.

Empacó bastante ropa de abrigo, aunque era verano, y varias novelas de misterio que pensaba leer. No quiso llevar su teléfono celular para evitar que trataran de localizarla por razones de trabajo. Como no tenía el número ni la ubicación exacta de la hostería, prometió a su familia llamar desde allá en cuanto se instalara.

El viaje fue tranquilo y mucho más corto de lo que Martina había supuesto, quizás porque estaba ansiosa por llegar. En el aeropuerto la esperaba un señor canoso con un cartel en el que estaba escrito su nombre. Era Antonio, el dueño de la hostería y el que la llevaría hasta “El Silencio”. Como ella era la única pasajera, partieron enseguida, después de recoger el equipaje.

El trayecto hasta la hostería era muy pintoresco pero complicado, porque apenas salieron del aeropuerto abandonaron la ruta principal y tomaron caminos secundarios que se internaban en plena montaña, bordeando muchas veces inquietantes precipicios. Martina se felicitó por haber pagado el transporte de la hostería y no haber alquilado un auto. Manejar por allí la hubiera tensionado. En cambio, así podía relajarse desde ese mismo momento y disfrutar del paisaje. Quizá por eso, por el traqueteo de la camioneta o por el cansancio acumulado, se fue adormeciendo. Antonio prácticamente no pronunció palabra durante el trayecto, lo cual no le extrañó a Martina. El hombre iba concentrado en las curvas peligrosas.

Se despertó sobresaltada cuando la camioneta se detuvo frente a la hostería, una casa de dos plantas, construida completamente en madera con un gusto exquisito. Marta, una mujer de edad indefinida, salió a recibirlos. Era la esposa de Antonio y abrazó a Martina con un afecto sincero. Luego condujo a la joven hasta el cuarto donde dormiría, una habitación amplia con una gran cama antigua, un sillón mullido, una pequeña mesa de luz y lo mejor, unos ventanales con vista al lago por donde se filtraba una luz tibia. Estaba despojada de adornos o de cuadros. La única decoración consistía en un espejo de cuerpo entero colgado frente a la cama con un marco de bronce bruñido. Martina se enamoró del sitio en cuanto puso un pie allí. En pocos minutos, acomodó su ropa en un ropero semioculto detrás de una cortina y bajó a almorzar.

No había otros huéspedes en la hostería, lo cual le produjo una mayor satisfacción. La casa era prácticamente para ella sola, y Marta y Antonio la atendieron a cuerpo de reina. Después de comer, decidió ir a recostarse un rato antes de emprender su primera caminata. Se dejó caer sobre la cama sin siquiera deshacerla y se quedó dormida de inmediato. Tuvo sueños brumosos como le ocurría últimamente cuando lograba escapar de los insomnios. Solo que esta vez alcanzó a recordar, mientras se despabilaba, el rostro de una mujer que la observaba desde el espejo con marco de bronce bruñido. No había rastros de ella, por supuesto, cuando se levantó y se miró en ese mismo espejo con el que había soñado, para peinarse y borrar las huellas que la siesta había dejado en su cara.

Abajo se cruzó con Antonio y Marta que se afanaban en cambiar una mesa de lugar. Martina les avisó que iba a dar un paseo por el bosque y Antonio le recomendó que no se alejara de la orilla del lago, que le serviría siempre de referencia para regresar. No supo cuánto tiempo caminó porque lo primero de lo que se había librado al llegar había sido del reloj. Cautivada por el paisaje y por el silencio, hubiera seguido paseando. Sin embargo, comenzaba a atardecer y decidió emprender el regreso. Cuando estaba por llegar a la hostería, le pareció distinguir una silueta asomada en su habitación que le dirigía un saludo breve.

Ya estaba lo suficientemente oscuro como para no ver bien y supuso que sería Marta que habría ido a su cuarto a dejar algo o a hacer la cama. Cuando llegó, sin embargo, encontró al matrimonio de ancianos arrastrando gruesos leños para encender la chimenea, frente a la cual Antonio había dispuesto la mesa para la cena.

La caminata le había abierto el apetito, así que Martina devoró el pescado con especias que Marta le preparó.

—Era el plato preferido de mi hija —le explicó Marta, con cierta tristeza, lo que hizo que Martina no quisiera preguntar nada más.

Intuía detrás de ese comentario una historia trágica que no tenía ganas de escuchar para no amargarse
las vacaciones. Por eso se disculpó rápidamente y subió a su cuarto. Se dio un prolongado baño de inmersión que la relajó totalmente y no alcanzó a leer ni una página del libro antes de quedarse profundamente dormida.

En sueños, vio a una mujer que la miraba desde el espejo de marco de bronce. En algún momento, la mujer quería decirle algo, pero ella no podía escucharla. La mujer entonces, salía del espejo y se aproximaba a su cama. En ese momento, se despertó agitada y envuelta en sudor. Encendió el velador y se acercó al espejo, que solo le devolvió su propia imagen con el rostro, eso sí, algo alterado. Le costó trabajo volver a conciliar el sueño. Estaba atenta a los ruidos que le resultaban extraños e inquietantes. Por momentos, además, creyó distinguir algún movimiento en el espejo, pero al levantarse para corroborarlo, comprendía que era la frágil luz que se filtraba por momentos a través del ventanal la que dibujaba garabatos entre las sombras. Finalmente el cansancio la venció y se quedó dormida hasta el amanecer.

Los días siguientes transcurrieron apacibles y le permitieron a Martina descansar y reponer fuerzas. Marta y Antonio seguían ocupándose solo de ella, ya que nadie más llegó para alojarse en la hostería.

—No es época de turismo —le explicó el anciano.

Las pesadillas en las que aparecía la mujer del espejo continuaron, pero Martina estaba acostumbrada a sus alteraciones del sueño, que la tenían a mal traer. Y aunque siempre se despertaba transpirada y con cierta angustia, la sensación se disipaba completamente, cuando se levantaba y comprobaba que no había nada raro en el espejo.

La noche anterior a la partida, Marta insistió para que Antonio descorchara una botella de vino. Martina no estaba acostumbrada a beber, pero no quiso despreciar al matrimonio que la había tratado como a una hija. Además, ya había dejado listo su equipaje porque Antonio la llevaría temprano al aeropuerto.

Cuando subió a su cuarto, Martina se sintió mareada y lamentó haber bebido. Se dejó caer pesadamente sobre la cama y se quedó dormida. Las pesadillas fueron todavía más oscuras, aunque esta vez Martina no llegaba a despertarse para espantarlas. En sueños, la mujer la tomaba de la mano y le pedía que la acompañara hasta el espejo. Ella quería resistirse, pero no lograba hacerlo. Cuando abrió los ojos, se encontró envuelta en sombras. Le llamó la atención que no estuviera el equipaje junto a la cama, donde lo había dejado.

Fue entonces cuando miró el espejo y se dio cuenta de que le faltaba el marco de bronce bruñido. Se acercó a él en puntas de pie. Y miró. Primero pensó que no había despertado y continuaba la pesadilla. Pero al palpar la superficie de vidrio del espejo, comprendió y sintió que la angustia le oprimía la garganta. Del otro lado del espejo, en el cuarto que Martina había ocupado por dos semanas, una mujer le entregaba su equipaje a Antonio.
El anciano se iba con las valijas sin notar que no era Martina, sino una impostora. Martina, atrapada dentro del espejo, gritó y golpeó el vidrio una y otra vez. Antes de abandonar el cuarto, la mujer la miró y le hizo señas de que no podía escucharla.


Liliana Cinetto, El pozo y otros cuentos inquietantes,
Buenos Aires, Longseller, 2009.